martes, 19 de enero de 2010

19 de enero. El mar, la nostalgia

El primero de enero estuve en la playa con mi prima y su gringo. Era un desierto a las 2 ó 3 de la madrugada, un gélido desierto con mar. Me senté en la arena a escuchar el rumor de las olas. Me sentí bien, ahí, en Barcelona, donde más de quince años atrás estuve con mi abuela sin saber muy bien por dónde andaba. Ella, los pies hinchados como sapo por tantas horas de vuelo desde México y de autobús desde Madrid, se descalzó y caminó sobre las olas. No era tan vieja como ahora. Entonces no éramos tan viejas.

Conforme fueron pasando los días —quiero decir, esta vez—, lo único que tenía claro era que quería volver al mar. Un día antes de irme, sola, tomé el metro. Llegué. E hice lo que mejor sé hacer: quedarme callada, dejando el tiempo ir y venir frente a mis ojos. De los quince a los treintaiuno, de una incertidumbre a otra, meciéndome entre soledades. Y me di cuenta que, por segunda ocasión, Barcelona fue para mí una ciudad de paso, una escala en el viaje: el lugar en el que uno está sólo para llegar a otro que se antoja mejor: Italia, tal vez, o Frankfurt.

Sé que me quiere a pesar de todo. No me dijo adiós. Se detuvo en la puerta y me miró con cariño mientras yo me acomodaba el cabello. Volveremos a vernos. O no.




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