Conforme fueron pasando los días —quiero decir, esta vez—, lo único que tenía claro era que quería volver al mar. Un día antes de irme, sola, tomé el metro. Llegué. E hice lo que mejor sé hacer: quedarme callada, dejando el tiempo ir y venir frente a mis ojos. De los quince a los treintaiuno, de una incertidumbre a otra, meciéndome entre soledades. Y me di cuenta que, por segunda ocasión, Barcelona fue para mí una ciudad de paso, una escala en el viaje: el lugar en el que uno está sólo para llegar a otro que se antoja mejor: Italia, tal vez, o Frankfurt.
Sé que me quiere a pesar de todo. No me dijo adiós. Se detuvo en la puerta y me miró con cariño mientras yo me acomodaba el cabello. Volveremos a vernos. O no.
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