Música para falsos camaleones.
La habitación donde me recibió era muy espaciosa. Carecía de los lujos que a uno le gustaría atribuir a alguien como ella; no obstante, estaba bien iluminada. Los azulejos del piso semejaban los camaleones del cuento de Capote. Ella se sentó en una mecedora de hierro, la espalda bien erguida y la mirada impecablemente dirigida hacia la ventana. Con un gesto evasivo, me invitó a ocupar un sillón de terciopelo violeta, desgastado. Nadie me ofreció una bebida para acompañar a la dama.
—Debe estar cansado, después de un viaje tan largo. ¿Llegó en tren?
—Ya no hay trenes hacia esta parte del territorio, ni siquiera autobuses. Tuve que comprar un caballo en un pueblo que está a... poco más de trescientos kilómetros al sur.
Ella guardó silencio unos instantes, al tiempo que observaba cómo se derretían los hielos de su whisky.
—Y, ¿cómo fue, la muerte de su marido? —le pregunté, directo, sabiendo que ella sabía a lo que había venido.
—Molesta— dijo, y de un trago se terminó su Jack Daniels.
—Molesta— repetí mecánicamente, mientras pensaba cuál sería la forma óptima de abordarla.
Ella me doblabla la edad y, sin embargo, me había buscado con el acta de defunción de su marido, aún fresca, en la mano. ¿Me atraía? ... y, bueno, ¿quién no se sentiría atraído por alguien así?
Los hielos ya se habían derretido en el vaso. Ella movía el pie izquierdo con inquietud, a la espera de que algo pasara, que yo hiciera algo. Detrás de la ventana, una de las muchachas del servicio sacudía un mantel. El sol entraba por los cristales. Me empezaba a dar sed.
Continuará...(¿?)
ResponderEliminarEspero que sí, si no va a haber sido como darle un sorbo al Jack Daniels y nunca habérselo tragado.