Entrada en mi diario respecto a un sueño que tuve sobre el fin del mundo. En mi fin del mundo no había zombies ni armas nucleares: sólo viento. Era un viento ingobernable e irracional, ni un huracán ni un tornado ni nada que tenga nombre y que nos haga sentir tranquilos. Un viento que erosionaba todo. "La soledad de las calles envueltas en ráfagas de viento. Donde hay viento no hay paz sino agitación constante. Al interior, siento como si me estuviera muriendo. (...) Un árbol fue derribado por el viento en la Narvarte, en el cruce de Pitágoras con San Borja."
Recordé una parte de Trastorno, cuando el príncipe dice que siente que se pudre: "De repente siento (...) que me pudro; me pudro por minutos, oigo que me pudro, lo oigo y quiero marcharme del lugar que, de repente, sé que es un lugar de podredumbre, pero es demasiado tarde".
Dos días después, andaba todavía por la calle con la sensación de estar en una pesadilla, mi pesadilla del viento apocalíptico, pudriéndome todavía. Afortunadamente todo terminó cuando me senté a comer mis tlacoyos de requesón con nopales en el puesto del mercado de los martes. No cabe duda que la rutina gastronómica es la más importante de todas, y la que con más angustia había perdido en los días de la peste. Ahora estoy bien.
martes, 19 de mayo de 2009
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