
El silencio en la ciudad es un fenómeno de lo más extraño. Oír sólo un motor y no gente, no autos: se siente como si las nubes bajaran y todo se encapsulara en un instante de provinciana calma asfaltada. Horas antes de este momento de pasmosa y enervante tranquilidad, un helicóptero sobrevoló mi casa casi rozando los árboles (eso lo imagino sólo por el ruido que escuché y por la agitación de las ramas). Los vecinos asomados en las ventanas, nadie supo qué fue. Y ahora de nuevo la normalidad. Ni la calma ni el asedio: sólo la normalidad, o lo que entendemos por tal.
Empiezo a leer (segundo intento, segundo) En busca del tiempo perdido, Por el camino de Swann. No recordaba qué bien inicia esta novela. La reflexión sobre la noche y el desconcierto que se produce al despertar, ese tránsito desde "el sentimiento de la existencia en su sencillez primitiva, tal como puede vibrar en lo hondo de un animal" al "recuerdo —y todavía no era el recuerdo del lugar en que me hallaba, sino el de otros sitios en donde yo había vivido y en donde podría estar" que desciende "como un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada, porque yo solo nunca hubiera podido salir; en un segundo pasaba por encima de siglos de civilización, y la imagen borrosamente entrevista de las lámparas de petróleo, de las camisas con cuello vuelto, iba recomponiendo lentamente los rasgos peculiares de mi personalidad". Grandes augurios para esta relectura. Grandes esperanzas. Tan grandes son que me hacen feliz. Tan feliz que quiero cantar, cantar y empujar a la ballena de vuelta al mar.
Por otra parte, esto de la ballena me hace recordar una película que vi anoche: El inquilino, con Michael Keaton. Vi o quise encontrar un tinte kafkiano en ese arrendatario incómodo que se encierra en una parte de la casona victoriana para "cultivar" cucarachas como parte de su enferma estrategia para despojar a los dueños de su propiedad, de su dinero y, principalmente, de su cordura. Es de esas películas que podría gustarle a mi madre mucho más que a mi padre, y que incluso ella vería sola, sin miedo, comiendo palomitas de maíz previamente horneadas en una cacerola puesta directamente sobre el fuego. Así de temeraria es ella, mi madre.
Eeeeeeeeeeeeeeeeeeeeh!
ResponderEliminarYa me regañó mi padre. 1) Que por qué escribo de él aquí. 2) Que él ya vio esa película y sí le gusto. Tschiales. Pero, bueno, los pumitas le ganaron a sus tuzos, así que diga lo que diga, yo me río. Jejeje.
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