domingo, 6 de diciembre de 2009

6 de diciembre. Dios

Contrariando la rutina, hoy salí a correr por la tarde. Sabía que esto me traería consecuencias, que algo cambiaría definitivamente después de hacer algo tan fuera de lo normal. Y sí. Antes de llegar a la esquina de Insurgentes, me topé con Dios. Como creo no haber hablado de él hasta ahora, tendré que describirlo, para que luego se entienda cuál fue mi sorpresa al encontrarlo haciendo lo que hacía.

Dios es un tipo casi calvo, con algunos pelos blancos y largos rondándole la pelona. De su atuendo, por demás conservador (pantalones de vestir, camisa que en algún tiempo debió haber sido blanca y algún suéter o chamarra verde), lo que me llama la atención es que usa zapatos sin calcetines. Bien podría traer calcetines, pero ha decidido que eso no es para él. Diría que vive en la calle, aunque no estoy segura de esto. Tiene ese aspecto de persona sin hogar, al tiempo que —contra todo pronóstico— conserva cierta dignidad. Es un hombre serio, Dios. Y alto, vaya que es alto y delgado. En los ojos carga una infinita tristeza por todo el género humano, o eso he querido yo leer en ellos.

Dios siempre anda cerca de mi casa. Lo veo varias veces seguidas, luego desaparece. Una vez me asustó cuando me lo encontré muy lejos de aquí, en el centro de la ciudad. Pensé, entonces, que de verdad era Dios y seguía mis pasos, no con un propósito moral, sino sólo para atormentarme con su soledad. Después dejé de pensar en él. Y no lo volví a ver sino hasta hoy.

Sentado afuera de un restaurante, en una banca dispuesta para los valets, Dios tenía una libreta apoyada sobre su pierna cruzada. Esto pude verlo aun a distancia. ¿Escribía? Seguí avanzando hacia él, con paso jovial pero bajando el ritmo para que, cuando pasara a su lado, me diera tiempo de ver qué hacía en el papel. Escribía. "A quien corresponda". Con letra asombrosamente clara y legible, había escrito eso en su libreta sin rayas. Y pensaba cómo continuar su carta. Hubiera querido sentarme a verlo terminar. Me pareció un atrevimiento inadmisible. Así que pasé de largo, doblé en Insurgentes, llegué al parque, corrí veintitrés minutos y regresé por donde había venido. Dios seguía ahí, con una carta ya hecha (o dos, creo: un borrador y la versión definitiva). La poca luz y la velocidad de mis pasos endorfinados no me permitieron leer más. Pero en la hoja había un texto con buena caligrafía, separado en párrafos. ¿Un reclamo? ¿Una petición? ¿A quién correspondería esa carta? Quise pedírsela. Decirle que a mí me correspondía. Que yo sabía quién era él, que a mí no me había pasado desapercibida su presencia entre nosotros. Pero seguí caminando, el iPod a todo volumen. Y no, no escuchaba esa canción de Joan Osborne (*). Dios no es uno de nosotros.

(*) Gracias por la corrección. Mi cultura musical es asquerosa.

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