Bebo un té, con leche. La noche me ha pescado cual salmón fatigado por la carrera cuesta arriba. No me apetece pasarme por el gaznate el whisky que me metí al buche. No ahora. Tal vez no nunca. Tal vez nunca. Tal vez nunca. Tal vez nunca.
—Tal vez nunca —dijo con la voz quebrada, por vieja (pensé), por el alcohol (pensé después), por la alegría de verme (llegué a pensar, también, regodeándome en una exaltada imagen de mis atributos físicos y espirituales)— debí buscarte.
Quebrada por la decepción, eso era.
—Pero lo hizo.
No lo pensé: lo dije. Las palabras reverberaron en las altas paredes blancas. Ella advirtió el brillo que asomó por mi mirada.
—No por las razones que piensas.
La muchacha que sacudía el mantel era hermosa, al punto de provocarme un sentimiento profundo de agradecimiento hacia ella y su creador. La blusa dejaba al descubierto unos hombros de bronce bruñido, seguramente suaves al tacto, como un durazno maduro cubierto de fina pelusa. Ella, en cambio, debía tener manchas en la piel, hendiduras profundas que, en resumidas cuentas, impedirían asociarla con cualquier fruta comestible y deliciosa.
—¿Y cuáles serían esas razones? —estaba siendo provocador. Quería que embistiera fuerte.
—Por favor...
Me levanté de un salto y me sacudí los pantalones por reflejo. Fui hasta ella, me incliné sobre su cabeza y le arrebaté el vaso.
—Me provoca un jerez, si es tan amable.
—Whisky.
—Jerez seco, por favor.
—Sos una pesadilla.
—La creía una buena anfitriona —dije, tendiéndole la mano.
Se levantó de mala gana, sin prestar atención a mi gesto, apoyando las manos en los descansabrazos, y con su vaso enredado en las manos, llegó hasta el umbral de la cocina, donde la vi desaparecer entre el trajín de un ejército de cocineras que preparaban caldos, cocían carnes y asaban castañas. La moza del mantel entró riendo, seguida por unos niños. Pasó de largo y ni siquiera me vio.
Me pregunto por qué siempre se ha de caer en ese lugar común de los niños. Niños aquí, niños allá. Hace falta un toque de inocencia: mete a un niño. ¿Quieres exaltar las virtudes femeninas (ergo, maternales) de una muchacha? Pon un niño. Como si nada fuéramos sin los niños. Niños, niños, niños. Yo era un niño cuando la conocí, y mi historia nada tiene que ver con la ingenuidad o la inocencia. Yo no la hacía reír, como hicieron esos niños con la joven del mantel. Ella temblaba bajo mi mirada. Y todavía.
viernes, 20 de febrero de 2009
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