
Hay una gran parte de la narración que Proust aprovecha para hablar de un personaje central de su vida en Combray: la iglesia. "¡Qué cariñó tenía yo a la iglesia de Combray, y qué bien la veo ahora!".
En su edad adulta, al recordarla, la describe con un fervor y una pasión descomunal, como descomunal debe haber sido la impresión causada por el gigante de piedra en el niño. Gigante no sólo por su tamaño, sino sobre todo por su largo perdurar a través de los siglos: "todo esto revestía a la iglesia para mis ojos de un carácter enteramente distinto al resto de la ciudad: el ser un edificio que ocupaba, por decirlo así, un espacio de cuatro dimensiones —la cuarta era la del Tiempo— y que al desplegar a través de los siglos su nave, de bóveda en bóveda y de capilla en capilla, parecía vencer y franquear no sólo unos cuantos metros, sino épocas sucesivas, de las que iba saliendo triunfante".
Para dibujarla emplea metáforas incluso más brillantes que las utilizadas hasta entonces en el libro, frases como que "tenía infusa como una especie de pensamiento; pero en su campanario es donde parecía tomar conciencia de sí misma y afirmar una existencia individual y responsable". También dice que su abuela, "al mirarla, al seguir con la vista la suave tensión, la inclinación ferviente de sus declives, de sus pendientes de piedra, que conforme se alzaban iban acercándose como se juntan las manos para rezar, uníase tan bien a la efusión de la aguja, que su mirada se lanzaba hacia arriba con ella; y, al mismo tiempo, sonreía bondadosamente a las viejas piedras gastadas, que ya sólo en el remate alumbraba el poniente, y que desde el momento en que entraban en esa zona soleada, suavizadas por la luz, parecían subir mucho más arriba, ir más lejos, como un canto atacado en voz de falsete, una octava más alto".
Y el cariño hacia la arquitectura de la iglesia llega al punto de hacerle decir que "los graciosos arcos góticos se colocaban coquetamente [las itálicas son mías] delante de él [el pórtico], como hermanas mayores que se colocan sonriendo delante de un hermanito zafio, grosero y mal vestido, para que no le vea un extraño".
Sin duda, donde mejor se observa ese hondo sentimiento del autor hacia la iglesia (nunca "suya", porque —pienso— nunca hubiera consentido semejante megalomanía, a pesar de su egocentrismo infantil), es en esa delicada mención al lugar aparte que merecía ese edificio entre todos los demás del pueblo. "En vano la señora Loiseau cultivaba en su balcón unas fucsias que tenían la mala costumbre de dejar correr ciegamente a sus ramas y cuyas flores no tenían cosa más urgente que hacer, cuando ya eran grandecitas, que ir a refrescarse las mejillas moradas [¡refrescarse las mejillas moradas!, ¡las flores!], congestionadas, en la sombría fachada de la iglesia: no por eso eran aquellas fucsias para mí sagradas; entre las flores y la piedra negruzca en que se apoyaban, aunque mis ojos no percibían ningún intervalo, mi alma distinguía un abismo".
Entre las flores y la piedra, aunque mis ojos no perciben intervalo alguno, mi alma distingue un abismo.
Mi alma, también, distingue un abismo entre el relato de Proust y todos los demás relatos de los libros apelmazados en los libreros, mientras que entre su memoria y la mía se construye un puente, y puedo ver —de verdad ver— cada reflejo de sol cayendo sobre Combray.
Por otra parte, debo confesar que la imagen de una iglesia que más se ha quedado grabada en mí ha sido ésa de War of the Worlds, de Spielberg. Todavía no consigo explicar todo lo que me pasa por la cabeza cuando veo o imagino esa escena. No todavía.
a mí también se me quedó grabada la iglesia de Proust (para mí sí es SU iglesia) desde la primera vez.
ResponderEliminarAlgo que me encanta, pasa un poco antes, es enterarme de que los vitrales resplandecen más cuando afuera está nublado . Soy pésima observadora, por suerte tengo a Proust.
Me encanta lo de la voz de falsete, una octava más alta, ¡una octava!
'Abismos infranqueables' entre las flores y la piedra...
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