martes, 30 de junio de 2009

30 de junio. Bergotte

Cuando creíamos haberle tomado la medida a Proust, el tipo hace una maniobra lenta y, paf, cachetada con guante blanco.

"Y como toda novedad requiere indispensablemente la eliminación previa del lugar común a que estábamos acostumbrados, y que se nos antojaba la realidad misma, cualquier conversación nueva, como cualquier pintura o música originales, parecerá siempre alambicada y fatigosa. Se apoya en figuras que nos cogen de nuevas, nos parece que el que habla no hace más que ensartar metáforas, y eso cansa y da una impresión de falso".

Sí, Mr. Narrador, así pasa. Llegados a este punto, habíamos comenzado a preguntarnos qué habrían visto tantos críticos de maravilloso en su obra, porque de pronto todo el asombro que nos elevaba al empíreo en el primer tomo se tornó en hastío al sólo ir siguiendo una anécdota —una escuálida anécdota de adolescente acalorado— por las páginas del segundo. Pero ya vemos: usted se justifica a sí mismo en la persona de Bergotte, y repite la fórmula de ensartar metáforas (encantadoras y sublimes) y, así, estamos de vuelta en su bolsillo. Pero momento, que usted no sólo justifica su estilo, sino también su moral:

"... esos vicios, aun suponiendo que se le imputaran justamente a Bergotte, no probaban suficientemente que su literatura fuera mentira ni su mucha sensibilidad una farsa. [...] Acaso el problema moral sólo pueda plantearse con toda su potencia de ansiedad en las vidas realmente viciosas. [...] Igual que los grandes doctores de la Iglesia empezaron muchas veces, sin dejar de ser buenos, por conocer los pecados de los hombres, para sacar de allí su santidad personal, así a menudo los grandes artistas, siendo malos, utilizan sus vicios para llegar a concebir la regla moral de todos los humanos. [...] Pero ese contraste chocaba menos antes que en tiempo de Bergotte, por una parte, porque a medida que la sociedad va corrompiéndose se depuran las nociones de moralidad..."

Que a la santidad —o, más exactamente, a la salvación— se llega a través de los pecados es lo que siempre me ha atraído del cristianismo. Una religión que nos supusiera moralmente intachables sería en realidad una perversión. (Hay gente perversa en el mundo, yo la he conocido). Que los santos y los artistas sean hombres semejantes, también es una idea con la que guardo afinidad espiritual. La pretendida inutilidad del arte, pienso, es sólo parcial: la contemplación del horror, el desorden, el sinsentido, la muerte, cumple un fin moral. La estética es parte de la ética. El placer que me produce ver un cuadro de Egon Schiele me impulsa más a querer ser virtuosa que cualquier libro de oración con una portada donde aparece un santito feo y, además, en una impresión fuera de registro. Nada me aleja más de la infidelidad que el triste recuerdo de Madame Bovary. Eso no quiere decir que sea una buena persona. Soy una sensualista, eso sí.

Ya encontraré el modo de darle más coherencia a esto.

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