viernes, 5 de junio de 2009

5 de junio. El muro de Berlín


De Combray a Berlín en un salto, o en un paseo subida en un Trabi. He estado toda la tarde estudiando alemán, haciéndome bolas con el alemán, peleándome, buscando, obsesionándome con el alemán. El alemán, quiero decir, la lengua. Me arden los oídos, me escuecen las piernas, me tirita el esófago y me vomitan las neuronas. Ojalá todo fuera como conectar el cerebro a una matriz donde se encontraran los conocimientos listos para llenarle a uno las cavidades mentales, los huecos, los espacios en blanco. Entonces, podría uno enchufarse, descargar los contenidos y luego sentarse a leer, con absoluta tranquilidad, a Thomas Mann o a Bernhard en el idioma original. Y entender, y disfrutar, y gozar con las palabras. Bailotear con ellas con más agilidad que como bailotea uno cuando se va de fiesta.

Pero dejemos ahora que la lengua repose, que se asienten los términos, que los tejidos absorban el uso correcto de las preposiciones, esas infelices. Leamos, pues, a Proust, y deleitémonos con la sensación de estar paseando entre campos verdes, como los que el narrador cuenta que se encontraba en los libros. Acaso sea ese paseo más verdadero que todos los paseos que he dado en mi vida, ésta, la real.

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