domingo, 12 de julio de 2009

12 de julio. Domingo de soltera

So riesgo de convertirme en mera imitadora de Guillermo, he decidido que yo también puedo tener mi propia y bonita sección de Domingos de soltero: la versión femenina. Después de todo, eso es lo que somos, ¿qué no?

Así que, como corresponde, tan pronto me desperté (muy temprano, como soltero que no sale por las noches), estaba muy decidida a leer sin parar. A leer "A la sombra de las muchachas en flor" hasta terminar el libro o, bueno, hasta donde fuera humanamente posible en un domingo. Pero la vida y la humedad me llevarían por otros caminos (y no por el camino de Proust). Sentada en mi cama, percibí un olor, un penetrante olor a mojado. No eran sábanas mojadas ni pelo de gato mojado ni alfombra mojada. Era un olor a libros mojados. A hongos que llegaron a las páginas de los únicos tres tomos que tengo de la obra completa de Carpentier (eso lo sé ahora, pero no lo sabía entonces; quiero decir, que los hongos estaban ahí y no que sólo tengo esos tres volúmenes) cuando las esporas hicieron su nido en las blandas y humedecidas páginas. Y es que, a pesar de estar convencida de que el lugar donde vivo tiene infinidad de ventajas sobre tantos otros (muchísimos otros), estoy consciente de que tiene un enorme defecto: la humedad en las paredes.

Incapaz de concentrarme en el relato de Proust porque mi nariz me molestaba, me levanté de la cama y empecé a olisquear, aquí y allá, en busca de eso que estaba podrido en mi reino. Puse mi mano sobre la pared que está a la izquierda de la cama y, bingo: ahí estaba la enfermedad, o cuando menos uno de los sitios donde se había alojado. Seguí investigando, llegué al librero, saqué un par de libros y, guácala, olían mal y, además de las telarañas que los cubrían, detecté unos puntitos negros verdosos. Había que hacer algo, pronto, antes de que los champiñones me devoraran junto con mi modesta pero amada biblioteca.

En mi mente, el acomodo era perfecto: mover el librero chico a la pared donde no hay humedad y... ya veríamos qué pasaría con el otro, el alto, ése que tanta flojera me daba siquiera pensar en cambiar de lugar porque suponía —y con justa razón— que no podría desplazarlo sin antes quitar los ¿cuántos? libros de sus repisas. La cama iría... tal vez perpendicular a la ventana, tal vez sólo pegada a la pared (a pesar de que una superstición mía me indicara lo contrario; ya hablaré sobre mi colección de supersticiones). Ahora recuerdo que todo empezó cuando saqué la basura que había bajo la cama. Cadáveres de cosas que alguna vez puse ahí diciéndome "ya lo arreglaré", como quien... ("como quien" nada: ese Proust se le trepa a uno al cerebro con la facilidad de una araña, y le hace a uno buscar comparaciones entre cosas para introducirlas en lo que uno escribe; pero no, Proust, ¿me oyes?, no me dejaré). Hoy tuvieron santa sepultura.

Horas después, con una fina y pegajosa capa de sudor cubriéndome el rostro, la cosa estaba lista. Ahora tengo un librero de dos vistas que me hace infinitamente feliz: mis libros ya no están aparcados en doble fila, sino que cada hilera mira para distinto lado y yo puedo encontrar lo que busco sin tener que remover hasta las cenizas de los Santos Padres. Tengo una enorme pared blanca interrumpida sólo por dos fotografías: una de Koudelka, otra donde aparezco yo, de niña. El mismo número de objetos ha conseguido acomodarse en mejores espacios. Todavía quedan cosas por hacer, como... conectar la lámpara y el reloj de buró a un enchufe lejano, encontrar sitio para algunos trebejos que, de quedarse donde están, se convertirán también en cadáveres, y acostumbrarme a tender la cama pegada a la pared sin lastimarme los nudillos.

La verdad es que hice todo esto sólo para que, llegada la noche, tuviera algo en qué pensar que no fuera mi soledad. Algo como "me gusta la amplitud en el centro de la habitación, aunque todavía no me acostumbro a que la luz de noche esté a mi derecha". Pero terminé a las cuatro de la tarde y apenas empieza a oscurecer.

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